
Madrid – Agosto 2025
Hace ya muchísimo tiempo, la última vez que invertí un verano entero inventariando los títulos sin leer de mi biblioteca, llegué a una inquietante conclusión matemática: podría dejar de comprar libros durante aproximadamente tres años y, aun así, seguiría teniendo alguno pendiente de empezar. Por supuesto, la constatación aritmética de mi propia debacle consumista me hizo sentir mal conmigo mismo y por ello hice, por mi salud mental, lo más responsable que cualquier adulto habría hecho en mi lugar: dejé de inventariar mi biblioteca. Eventualmente los leeré todos, no tengo duda de ello, así que el desvanecimiento de mi sentimiento de culpa es una mera cuestión de tiempo.
Aun así, mi Síndrome de Diógenes personal desvela un tema muy serio que seguramente abordaremos en otra ocasión y es que la sostenibilidad de la industria editorial, en particular desde el virus para acá, ha sido una cuestión preocupante de la que poco se habla. En España, para no ir más lejos, el Ministerio de Cultura estima que se publica un nuevo libro cada seis minutos y que de las tiradas anuales que hacen todas las editoriales, como mínimo un tercio se devuelve para su destrucción y, con suerte, su reciclaje. Una auténtica barbaridad de producto sin usar que, si fuera dicha de una industria con menos capital cultural a sus espaldas, como por ejemplo la de la moda, sería el tema de indignación de varios documentales ambientalistas.
En mi caso, y en un esfuerzo proactivo por justificar sin que nadie me lo haya pedido mis cuestionables hábitos de consumo, no sólo me gusta leer, se me da bien, lo disfruto en demasía y lo prefiero, incluso, sobre otras actividades que requieren menos concentración (como ver una película), sino que también encuentro valor en el libro como objeto de colección. Extraigo auténtica satisfacción del proceso de búsqueda de un ejemplar específico de una editorial extinta a través de los años y soy feliz simplemente entrando en polvorientas librerías de segunda mano para probar suerte una vez más con el infundado optimismo de que ese será mi día de suerte, aunque en casi todas las visitas la serendipia no me sonría y salga con las manos vacías.
La paz posterior al éxtasis que acarrea el final de la búsqueda, y más aún cuando esta se ha prolongado durante décadas, es otra sensación que desconocía hasta la culminación del canon faulkneriano que ya tuve oportunidad de reseñar en estas páginas. Como un fuego que se apaga hasta ser sofocado, la tranquilidad de la misión cumplida es otra fuente más de dopamina que estoy a tres libros de OrhanPamuk (Nobel 2006) y otros tres de Mo Yan (Nobel 2012) de volver a experimentar. Revisitar estas maratones literarias, viendo aquel trofeo colectivo expuesto en la estantería y recordando cada una de las aventuras que me llevaron a construirlo, espolvorea nostalgia sobre mi inofensivo pasatiempo.
Y, por último, el trampantojo de vivir en una librería y poder elegir, por segunda vez, un libro de tu filtrada colección para, esta vez sí, leerlo. Goce puro.
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