La música cita al corazón a conversar con él en lenguaje íntimo, despliega instantes de una espiritualidad de cristal, de paz, para esperar un viejo silencio -redentor- que desciende a la pureza del pensamiento.
Siembra los sentimientos en la memoria, los cultiva con recuerdos que brotan de la melancolía y los retorna al alma restaurados, con voz, armonía, ritmo, color y una lluvia serena, tan mágica como el rocío.
Pastorea, al fresco de la aurora, la gracia mañanera de los jardines, la alianza amorosa entre la oscuridad y la transparencia, contada temprano por los pájaros que juegan a oír, en su propio trino, el eco majestuoso del infinito.
O se muta en crepúsculo, para cerrar la persiana del día y acoger los frutos de la nostalgia bonita en un haz cadencioso de luz, que pasa en derredor de la esperanza y converge al seno de la fantasía.
Circula con susurros que nos hacen enamorar de la lejanía, de la antigüedad, de lo intangible, de todo, para -luego- descansar en un cielo que la erige capitana de soles, espejo de lunas y reflejo velador de la belleza…
Nos da consuelo, alegría, inocencia, rumor de hojas, manantial, tristeza, oasis, ternura, renuncia, oración, leyenda, fuego, exorcismo, ceniza, ilusión y -al final- tintinea su campana, como si no pasara nada…y pasa todo.
Sus ojos, musicales, están llenos de versos, de estrellas que se envuelven en viento y acarician los sueños, como las naves cuando las anclan y, sumisas, se balancean con la levedad del mar… Cuando parte, la palabra calla, retorna al centro de la ausencia y alarga el olvido… ¿Qué don tiene la música?...
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