
“El líder inolvidable amaestra sus palabras”, dice la cultura de Polinesia. Los chinos sentencian que “”. Son pensamientos tan viejos como esas palabras uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice que en todo momento han generado progreso o retroceso, tranquilidad o desasosiego, dependiendo de su uso, de las maneras como se comunican y de su oportunidad.
La política va de la mano de la palabra. Es imposible gobernar sin ella. Es inane la oposición callada. La libertad de la palabra la debe medir solo quien la pronuncia. Castigarla, sí, cuando produce devastación. Loarla si calma ánimos, comunica logros colectivos o practica las artes literarias y poéticas. La palabra libre, vuela. La pronunciada sin sano juicio, se arrastra. La palabra del hombre común es un átomo. La del gobernante es atómica.
La política ha derivado con disfraz ideológico hacia pequeños grupos, dejando de lado su razón: el bienestar de las mayorías. Su principal herramienta son las redes sociales, plenas de falsas comunidades, alejadas de la verdad y fuente de alarma, odio y falsas reivindicaciones. Arrastran a los jóvenes y a muchos ciudadanos que ya no se resisten a su influjo malhadado y masivo.
Fueron las palabras que usó Catón al final de cada discurso, las que llevaron a la guerra de Roma y Cartago. Las del Papa León I, evitaron que Atila se tomara a Roma. Las malas palabras produjeron el Holocausto, la tragedia de Gaza, la invasión a Ucrania y los ataques entre Israel e Irán. Los dichos de Trump desencadenaron violencia autoritaria cuando ganó Biden; también tienen a Los Ángeles en llamas y a millares de protestas en curso.
Las frases de Bolívar nos unieron en la Independencia. Las de Obando y Mosquera nos dividieron en la República. Las palabras de Marroquín y otros desentendidos y oportunistas nos hicieron perder a Panamá. Las de Rojas Pinilla produjeron la masacre de los estudiantes. Las de Pablo Escobar mataron a muchos colombianos, ilustres y del común. Las del ELN hicieron estallar sitios públicos y villorrios.
Las palabras seguirán en el centro de la vida humana, ahora con la incertidumbre de la calidad de las que produzca la Inteligencia Artificial: tendrán el sello ético de sus programadores, que no sabemos quiénes son, aplicará la ética que aprenda en el camino, no sabemos de quién, o mezclará ambas cosas por fuera de nuestro control?
Hay desdén por el poder de las palabras. Desde las oficinas públicas no se miden las consecuencias de llamar bandidos, nazis o asesinos a quienes piensan otra cosa que el dogma oficial. Ni de llamar desfavorecidos e incomprendidos a los más peligrosos criminales organizados. Se le dice político no a quien ejerce la política, sino a quien roba o mata con ella. Se le dice empresario a quien tiene un negocio ilegal. Esclavista a quien emplea. Explotador a quien emprende. Infame a quien ejerció la presidencia dignamente. También hay pocas palabras cuerdas desde los extremos opositores.
Para esconder sus errores, la izquierda se empeña en cambiar el pasado; la derecha en negar el presente. Nadie indica cómo forjar el futuro.
La admirada Irene Vallejo dice: “Que todos podamos amar el pasado, es un hecho profundamente revolucionario”. El mundo le ha copiado a la izquierda marginal y tiende a revisar su pasado porque le endilga todos los males. Que rueden estatuas y se quemen libros; reescríbase la historia; elimínese a los opositores de la fe.
Es esto lo que vuelve a vivir la enlutada Colombia, con otro de sus más frescos candidatos baleado, al borde de morir, por las mismas razones sectarias y egoístas. Esta vez afloran exacerbadas por las palabras de quien se suponía era el líder. Las arrastra como a culebras hacia los puntos más vitales de nuestra lábil democracia, sin que un minuto de su silencio en Cali las modifique.
El país recordará con respeto las palabras de Julio César Turbay. En cambio, quedarán en el olvido del temor, las de la actual vesania.
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