Se puede discutir la legitimidad de las sanciones unilaterales y argüir que las naciones no tienen por qué obligar a tomar decisiones que las más grandes consideran convenientes a sus intereses. Se podría argumentar que por las malas, no se consigue sino parálisis, resentimiento y venganza.
En un mundo de comunicación inmediata, las omisiones y acciones de un gobierno frente al crimen pueden afectar gravemente a otros. Los actos delincuenciales organizados, sus amenazas y acceso a la virtualidad, trascienden fronteras y autoridades; no permiten la aplicación del concepto tradicional de soberanía, ni de jurisdicción. Si no se actúa coordinada y colectivamente, los criminales, que sí se coordinan, terminan llevando la delantera con incremento en la violencia y avance de su poder sobre las políticas públicas, la economía, la seguridad regional y nacional.
El debate es inane. Las sanciones y bloqueos se aplican porque no hay instituciones multilaterales con poderes que se asemejen a los que tienen una docena de estados. Los afectados deben aguantar y casi todos los demás hacer lo posible por comportarse bien para evitarlos.
Rusia, China y Corea del Norte están sancionadas en materia económica y militar por EE.UU., la UE y el Reino Unido. Corea del Sur lo está por China. Nos hemos sancionado mutuamente con Nicaragua y Venezuela. México con los EEUU. Venezuela a Guyana. El mundo a Nigeria. Y así sucesivamente.
Las sanciones se dirigen a los gobiernos que a ojos del sancionador no cooperan en mitigar sus riesgos de seguridad, o ejercen una política exterior de ofensa permanente, de agresión, de erosión de su influencia o de violación de los DDHH. Las hay por no cumplir internacionalmente acuerdos en asuntos de importancia.
La proliferación nuclear es excusa clásica de justificación de sanciones. Y la no cooperación en la lucha contra la migración ilegal y la trata de personas, especialmente mujeres y menores.
La necesaria cooperación contra las drogas es fuente de controversia entre países productores, de tránsito, consumidores y lavadores, hasta el punto de afectar relaciones sólidas y envidiadas regionalmente como las de EE.UU. y Colombia. Desde Barco y su discurso en Nueva York hasta la conferencia de la ONU sobre la materia diez años después, pasando por el proceso 8.000, el tratamiento de este azote fue evolucionando y moldeando relaciones de EE.UU. con México, Centroamérica, Ecuador, Afganistán, China y por supuesto con nosotros.
Por cuenta del principio de corresponsabilidad y del Plan Colombia fuimos el segundo receptor de ayuda de EE.UU. y tuvimos una de las mejores Fuerzas Públicas del mundo por su entrenamiento, inteligencia, dotación, movilidad e impermeabilidad relativa a la corrupción mafiosa. Cayeron aquí Escobar, los Rodríguez, Megateo, los Úzuga, Otoniel, Ramírez Abadía y los Ochoa; allá, pocos. Se desmembraron organizaciones como el Clan del Golfo, los Pachenca, Cordillera y los Costeños, que ahora han vuelto al ruedo con fuerza por la inacción viral de los últimos años de Duque y de los cuatro en que Petro no erradicó y creyó que la guerra mafiosa era por falta de cariño y no de autoridad.
Además de provocarlas con trinos agresivos, las sanciones que Trump le impuso a él e indirectamente a la nación, vienen de no cooperar bien en la lucha contra la mafia que en los últimos cinco años se está devorando a las regiones y al gobierno. Es el gorro del hereje que Petro se buscó con EE.UU. por acción verbal y omisión gubernamental.
No hay defensa posible del sancionado. Que no venga a tratar ahora que los efectos nocivos indirectos de sus sanciones, contagien directa e irreparablemente a Colombia toda.
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