

Tres meses se cumplen desde que la guerra volvió a estremecer al Catatumbo y lejos de recuperar la tranquilidad y la calma, las comunidades de esta rica, pero olvidada y duramente golpeada región de Norte de Santander, se siguen levantando en medio del ruido de las balas y una crisis humanitaria sin precedentes.
Las cifras que deja desde enero la confrontación entre la guerrilla del Eln y la disidencia del frente 33 de las Farc- que fue advertida con anticipación, pero a la que pocos le prestaron atención-, hablan por sí solas: 106 muertos entre firmantes de paz, líderes sociales, población civil y hasta menores de edad, legalmente identificados, porque dicen que son muchos más; 64.000 desplazados, 13.000 confinados, casi mil amenazas, y lo que falta por contabilizar.
Un verdadero calvario del que pocos han podido escapar y que, al igual que lo vivió Jesús camino a su crucifixión, ha estado cargado de dolor, de lamento, pero también de resignación.
El peso de los estigmas ha condenado a los catatumberos, pero también el abandono de un Estado que después de muchas décadas sigue en deuda con quienes su único pecado ha sido nacer en una región geográficamente atractiva, carecer de oportunidades y haber quedado en medio de la disputa de los grupos armados ilegales por el control del territorio y el dinero que les provee la coca.
La guerra está lejos de terminar en el Catatumbo, como lo alertan ya varias organizaciones y, por el contrario, parece reinventarse con nuevas estrategias de combate que dejan todavía más vulnerable y expuesta a la población.
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“Los enfrentamientos entre el Eln y las disidencias en las últimas semanas sugieren el inicio de un nuevo ciclo de guerra en el Catatumbo, con consecuencias humanitarias aún mayores. Todo apunta a que la violencia en la región está lejos de llegar a su fin”, dijo la Fundación Ideas para la Paz (FIP) en un informe reciente.
Por eso, en estos días de reflexión en los que muchos esperan una tregua que parece no llegar, las siete palabras que pronunció Jesucristo en la cruz cobran plena relevancia para muchas víctimas que no entienden por qué la violencia se ensañó con ellos.
Con plegarias al cielo, los habitantes de esta región imploran regresar a su tierra, retomar sus labores en el campo, llevar sus niños a la escuela, dejar atrás las afugias de estar en un lugar que no les pertenece y tener la tranquilidad de que nadie los va a señalar, amedrentar con un arma en la mano o sacar de sus casas.
En La Opinión, recogimos esas voces de los catatumberos que sienten que no pueden cargar más con peso del sufrimiento y que están resignados al abandono; que tienen sed de oportunidades, que quieren que su Catatumbo sea un paraíso y que, ante la grave situación, encomiendan su espíritu, por un mañana mejor.
Primera palabra
‘Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen’
El drama que desde hace tres meses enfrentan los habitantes del Catatumbo ha dejado heridas profundas en miles de familias y especialmente entre aquellas que tuvieron que abandonar su región para salvaguardar la vida, como José del Carmen Abril, conocido como Carmito, un líder social que fue rescatado por el Ejército, ante las amenazas de muerte de las que fue objeto una vez estalló la guerra.
Abril, reflexiona sobre la grave situación de violencia que no cesa en la región y asegura que “verdaderamente no hay conciencia de los violentos”.
“Esta palabra que pronunció Jesús en la Cruz es muy efectiva, porque así como lo vivió Él, que le dio al pueblo de comer, de beber, perdonó sus pecados, quería todo para ellos y fueron los mismos que ayudó los que lo crucificaron, eso mismo pasa hoy en el Catatumbo. A quienes les dimos la mano, ayudamos en la enfermedad, los llevamos al hospital, son quienes están desangrando hoy a sus pueblos”, dijo.
Para José del Carmen Abril, la violencia se ha ensañado con los catatumberos y hoy esos que generan tanto dolor no saben lo que hacen. “No se imaginan las lágrimas de los niños, de las madres, de los padres, hermanos y de los que hoy andamos deambulando por culpa de la sevicia, la discriminación y la violencia. Allá se ha perdido la condición humana”.
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Este grito de perdón por todos aquellos que mantienen en guerra el Catatumbo viene también de la población LGTBIQ+, a la que pertenece Yurley López, de la Red de Veeduría de Población Diversa, quien asegura que ellas también han sido silenciadas por el horror de la violencia y por otros factores.
“La situación de las mujeres y la población diversa del Catatumbo cada día se agudiza más. No es solo el ruido de la guerra que nos silencia, es también la indolencia de la sociedad, las injusticias de la institucionalidad que reparte migajas y lo justifica diciendo que es todo lo que pueden dar. Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, lamenta.
Con profundo dolor, otra lideresa de San Calixto que prefiere omitir su nombre porque sabe lo que cuesta hablar en una región donde la muerte los ronda permanentemente, dice que quienes tienen las armas en sus manos no parecieran ser humanos.
“No sienten, no tienen familia, no aman, no quieren un cambio. Y lo más triste es que las personas que asesinan no deben nada”, dice, al tiempo que admite que en medio de la situación actual es difícil perdonar.
Segunda palabra
‘Hoy estarás conmigo en el paraíso’
Por su atractivo natural, el Catatumbo podría ser la representación del paraíso descrito en los pasajes bíblicos. Su extensión, de más de 4.800 km, en los que predominan los bosques y selvas producto de una variedad climática, evoca a sus más de 370.000 habitantes ese lugar soñado que prometió Jesucristo al ladrón que estaba junto a Él en la cruz.
Sin embargo, para muchos catatumberos, habitar esta región hoy parece ser más un castigo divino, pues pese a ser una zona con grandes potenciales en cuanto a agricultura, turismo y explotación de recursos, es azotada por una violencia estructural, resultado del abandono histórico del Estado y la disputa de diferentes grupos armados por el control de los negocios ilícitos.
El reciclaje de esa guerra entre dos de los actores con más predominio hoy en la región, el Eln y la disidencia del frente 33 de las Farc, ha desencadenado desde enero el desplazamiento de cerca de 65.000 personas.
Quienes se aferran a permanecer en su tierra prometida están obligados a vivir con el temor de ser víctimas de los enfrentamientos de una lucha que no les corresponde. ¿No merecen los catatumberos vivir en paz,con dignidad y sin miedo, en el paraíso natural que los vio nacer?, es la pregunta que muchos se hacen hoy.
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Como una madre y su hija -quienes solicitaron no revelar su identidad-, que salieron de lo que consideran su propio paraíso, Tibú, en busca de mejores oportunidades y de salvaguardar su seguridad. Un lugar que describen como “un territorio de oportunidades, esperanza, capacidades y de múltiples escenarios”.
Ante la compleja situación, que no es nueva para ellas, aprendieron a encabezar acciones de cambio en sus territorios. La madre, líder social del municipio, sueña con que el futuro les depare garantías de seguridad para el retorno, y su hija, consejera municipal y departamental, destaca que fue el Catatumbo el cimiento de sus valores políticos.
La deficiencia en la infraestructura de las instituciones educativas y la poca oferta en programas educativos llevaron a la joven a salir de su tierra natal para acceder a una universidad. Esta es una realidad común para los jóvenes de la zona.
No obstante, confía en que algún día el Estado garantice para el territorio un entorno seguro que venga acompañado de “la consolidación de la Universidad del Catatumbo y la implementación de diferentes programas educativos”.
Ambas coinciden en que la principal herramienta contra la guerra es la educación, que va de la mano con el respeto al prójimo pues, en palabras de la líder social “todos los puntos de vista son válidos y construir una base sólida de respeto para sostener la región sería la solución a toda esa incertidumbre que hoy vivimos”.
Insisten en la urgencia de que el corredor vial para la paz, proyecto que pretende mejorar la conexión entre Cúcuta y el Catatumbo, pase de las palabras a los hechos. “No se puede permitir que las promesas incumplidas sigan condenando a esta región”, que podría ser un paraíso de progreso, a seguir siendo un Edén, pero para quienes promueven la violencia.
Tercera palabra
‘Mujer, he ahí a tu hijo, he ahí a tu madre’
La guerra que se libra en el Catatumbo no distingue edad y unos de los más afectados hoy son los niños, niñas y adolescentes que siguen siendo reclutados para satisfacer los intereses de los violentos.
Según la Defensoría del Pueblo, durante 2024 se documentaron 463 casos de reclutamiento forzado de menores, de los cuales 279 eran niños y 184 niñas, aunque siempre se ha hablado de que pueden ser más, por cuanto este es uno de los delitos con más subregistros. El Catatumbo, es una de las zonas más golpeadas por este flagelo. De acuerdo con el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, desde que estalló nuevamente la violencia en la región, en enero, han rescatado 43 menores.
La situación se ha tornado mucho más preocupante por las complicaciones que ha desencadenado el conflicto para garantizar la educación de los 46.000 niños matriculados en el Catatumbo, dada la persistencia de la confrontación. En marzo, la viceministra de Educación Preescolar, Básica y Media, Gloria Carrasco, alertó que no se tenía información sobre el paradero de unos 2.000 menores.
Por eso, el clamor de las madres del Catatumbo, hoy, es que sus hijos no sean más reclutados para la guerra.
“Solo queremos que nos entreguen a nuestros niños para poder seguir disfrutando de ellos, porque nosotras no tuvimos hijos para las guerrillas. Eso es lo único que le pido a los grupos armados, que por favor se pongan la mano en el corazón y nos los devuelvan. Uno se levanta cada día con ese dolor. Esto es un martirio para nosotras como mamás”, dice entre lágrimas una mujer del Catatumbo que aún espera el regreso de sus hijos.
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Como ella, decenas de madres en esta región de Norte de Santander viven entre el silencio, el miedo y la espera. No saben si sus hijos están vivos, si están comiendo, si los volverán a abrazar. Algunas apenas reciben una llamada esporádica; otras no saben nada desde el día en que los vieron marcharse, arrastrados por una guerra que sigue robando infancias.
“Uno como madre se siente muy mal al ver que a su hijo se lo llevan los grupos armados. Y es fuerte no saber nada, si están vivos o muertos. Es muy duro”, confiesa una madre, con la voz quebrada. Ella, a diferencia de muchas otras, ha tenido el privilegio de recibir una llamada cada cierto tiempo. “Cada 20 días, a veces cada mes, me llaman y me dice: ‘mamita, estoy bien’. Pero muchas amigas mías no saben nada de sus hijos”.
Los grupos armados aprovechan el vacío institucional y las necesidades de las familias, para acercarse a los menores, seducirlos, manipularlos y llevárselos. Las madres lo saben, lo ven venir, pero muchas veces no pueden evitarlo.
“Les pido que no recluten más niños. Ellos no tienen la capacidad para escoger ese tipo de vida. Los hijos necesitan estar con sus mamás. Ya vivieron lo que tenían que vivir ahí metidos. Solo queremos que nos los devuelvan”, clama una de ellas.
Pero en medio de ese dolor, también hay fe; una fe que resiste a la crudeza de la guerra. “Yo le pido a Dios que pare esta catástrofe en el Catatumbo, que toque los corazones de los que están en guerra. Que piensen en los niños, en las familias. Que dejen de matar, de desplazar, de arrebatar”.
Cuarta palabra
‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’
En 2016, por cuenta del Acuerdo de Paz entre el Gobierno y la entonces guerrilla de las Farc, 13.202 personas dejaron las armas y decidieron apostarle a la paz, reincorporándose nuevamente a la vida civil, después de años de confrontación. De esa cifra, unos 600 (entre guerrilleros y milicianos) hicieron su proceso en Caño Indio, Tibú.
Pese a su compromiso, el fantasma del conflicto parece no haberlos dejado de perseguir y además de las promesas incumplidas y el abandono estatal, a muchos, la muerte no les dio una segunda oportunidad.
“Actualmente hay 461 firmantes asesinados, ¿y quién dice algo al respecto? Es triste que hoy los 9.600 que estamos en Colombia comprometidos con la paz nos estén asesinando”.
Con voz temblorosa, un firmante de paz del Catatumbo cuenta su historia, al evocar esta cuarta palabra que pronunció Jesús en la cruz. La comparte, con la carga de quien ha tenido que huir para no morir. Amenazado por grupos armados y sin garantías de seguridad, tuvo que abandonar el Catatumbo, una región que en 2016 fue promesa de paz, pero que hoy parece un territorio condenado al conflicto.
Él, como muchos otros, se acogió al histórico Acuerdo de Paz firmado con el gobierno de Juan Manuel Santos. Dejó las armas creyendo en la posibilidad de una vida nueva. Sin embargo, ocho años después, su historia se suma a la de cientos que creen que esa promesa fue traicionada.
En el Catatumbo, desde enero pasado, más de 215 excombatientes han tenido que desplazarse forzosamente para salvar sus vidas. Otros 198 siguen confinados, atrapados entre amenazas cruzadas. Seis están retenidos –aparentemente por el Eln– y seis más fueron asesinados durante la arremetida que comenzó en enero.
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“Ver morir a nuestros compañeros, tener que dejar nuestras casas, vivir con miedo... así ha sido este camino de reincorporación”, dice, al tiempo que asegura que, a pesar de todo, siguen firmes, “creyendo en la paz”.
Sus palabras, desgarradoras, no son un caso aislado. Es el eco de una población que siente que el Estado les dio la espalda. Que firmó la paz en papel, pero no en el territorio. Que habla de seguridad desde Bogotá, mientras en los rincones del Catatumbo la guerra muta y continúa.
“Los gobiernos de turno no han cumplido. No han garantizado ni seguridad ni acceso a tierras. ¿Cómo quieren que tengamos proyectos productivos si no tenemos tierra dónde sembrar?”, reclama otro firmante.
La situación es compleja. La región está hoy en disputa entre el Eln y las disidencias de las Farc, ya no por ideales, sino por el control del territorio, los recursos, y el dinero. “Aquí ya no se pelea por el pueblo, se pelea por poder. Están desplazando campesinos, quitándoles sus casas, desterrando familias”, denuncian.
Por eso, los firmantes lanzan un clamor: que la paz no sea una bandera vacía; que el Catatumbo no sea solo una estadística. Que la justicia llegue con tierra, salud, escuelas y carreteras.
“La Agencia Nacional de Tierras pone trabas. Los congresistas no miran al campesino, miran el capital. Se habla de inversiones por billones de pesos, pero aquí seguimos aguantando hambre, esperando vivienda, seguridad, desarrollo”.
A pesar de todo, no se sienten abandonados por Dios. El abandono es del Estado, y creen que su fe es la que los ha sostenido. Por eso, en estos días de reflexión alzan una oración desesperada, como el mismo Cristo en la cruz: “¿Hasta dónde, señor? En tus manos te dejamos el corazón del Catatumbo”.
Quinta palabra
‘Tengo sed’
Según el último informe del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), el 45% de la población del Catatumbo se ubica en zonas rurales distribuidas en diez municipios: Ocaña, El Carmen, Convención, Teorama, San Calixto, Hacarí, La Playa, El Tarra, Tibú y Sardinata.
Actividades como la producción de aceite de palma, explotación maderera, pesca, ganadería y la agricultura - cultivos como yuca, papa, frijol, cebolla y plátano-, abarcan las principales actividades económicas de los campesinos de la región, que también es hogar del pueblo barí, una población indígena que aún conserva sus tradiciones ancestrales, agrupadas en dos resguardos: el Motilón-barí y el Catalaura-La Gabarra.
Estas comunidades basan su subsistencia en la pesca, la caza, y, en los últimos años, la siembra de cultivos, lo que les ha permitido integrarse al sistema económico de la región.
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Hoy, en medio de la guerra y el miedo que los invade, campesinos e indígenas hacen un llamado al Gobierno para que sacie, de una vez por todas, su sed de transformación y oportunidades. Esa sed de inversiones que por décadas han pedido para el campo y de promesas que sí se cumplan.
“El principal problema del Catatumbo está en la falta de garantías. Sí, el campesinado puede sembrar productos, pero si a la hora de vender no hay rentabilidad, pues el esfuerzo se pierde y se enfrentan a pérdidas”, expresó Holmer Pérez, presidente de la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat).
El líder campesino dice que luchan a diario con un negocio que convierte la subregión en un territorio atractivo para la delincuencia: el cultivo de hoja de coca, del cual hay actualmente más de 43.000 hectáreas sembradas.
“La falta de inversión en vías y recursos para el campo es la que ha hecho que los cultivos de coca se hagan más atractivos y sean más fáciles para los productores. Además, porque la cosecha es más rápida", señaló Pérez.
Recientemente, el Gobierno anunció un nuevo programa que le apuesta a la sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito, a través de la implementación de proyectos alternativos para los campesinos de la región y pagos por erradicación.
Sin embargo, hay escepticismo, pues no es la primera vez que una apuesta así se pone en marcha para dar el tránsito a economías lícitas. Eso ya se hizo después de 2016, tras el Acuerdo de Paz, y el Estado falló, no cumplió.
Sacar adelante proyectos productivos también es posible, como lo demuestra Fabián Rueda, un joven del Catatumbo, quien lidera la iniciativa Granja Ecológica La Victoria, un proyecto que promueve la producción de miel de abejas con un enfoque en la protección del medio ambiente en el municipio de Tibú. Su labor ha motivado a otros jóvenes a sumarse a esta apuesta por un campo productivo y sostenible.
Pese a su energía y entusiasmo, alega que las instituciones han abandonado a la región, por lo que si bien llegan proyectos a la zona no hacen el debido acompañamiento para que estos se ejecuten correctamente.
Además, la deficiencia en infraestructura vial, la falta de inversión y la presión de los grupos armados ilegales por mantener un negocio ilícito, hacen que el Catatumbo se convierta en un territorio árido en oportunidades.
Sexta palabra
‘Todo está consumado’
La crisis que desencadenó la arremetida del Eln contra la disidencia de las Farc, en enero pasado, intensificó una violencia que no es desconocida para los habitantes del Catatumbo, pero que es cada vez más cruel.
Su riqueza petrolera, la conexión directa con Venezuela y el potencial de recursos naturales, convirtieron a esta región en una ruta estratégica para los diferentes grupos armados ilegales, que hicieron del territorio un campo de confrontación y disputa permanente a sangre y fuego, en la que la población ha quedado inmersa.
Por si fuera poco, el abandono estatal que completa décadas, ha imposibilitado el avance en infraestructura vial, educación, salud y desarrollo económico, lo cual facilitó que la región quedara a merced de los violentos, que poco a poco se fortalecen.
Ni el Acuerdo de La Habana que desarmó a la guerrilla más antigua del país consiguió que los catatumberos pudieran acariciar la paz y, por el contrario, con el paso de los años el lamento en esta convulsionada región de Norte de Santander es que todo pareciera consumado, como lo dijo Jesús en la cruz.
Kenny Sanguino, abogado, magíster y especialista en análisis del crimen organizado y terrorismo, considera que la crisis de violencia que vive hoy el departamento no puede entenderse sin considerar la falta de planificación en las negociaciones con el Eln. “La ausencia de una hoja de ruta clara y de mecanismos eficaces de verificación y control ha dejado un vacío en territorios donde la presencia estatal ha sido históricamente débil”, plantea.
Sanguino cree que las dificultades podrían agravarse si continúa la confrontación entre el Eln y las disidencias del frente 33. “En caso de que uno de estos grupos logre imponerse y controlar la mayor parte del territorio, las comunidades quedarían sometidas a su dominio”, expresó el abogado.
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La región atraviesa constantes cambios de poder, lo que provoca múltiples dificultades. Mantener el conflicto sólo genera más muerte, y aunque se logre un acuerdo de paz con un grupo, si no se toman medidas efectivas para proteger el territorio, tarde o temprano surgirá otro que intentará apoderarse de él.
“Las comunidades no pueden seguir esperando que la respuesta del Estado sea intermitente o reactiva. Solo una presencia constante, coordinada y con enfoque territorial podrá revertir la tendencia de violencia creciente”, dice Sanguino.
Por su parte, consejeros y líderes sociales de la región identifican las dificultades que persisten hoy en el territorio, como un producto del abandono estatal en el Catatumbo.
“Realmente, la salida a toda esta situación es un proceso de diálogo. El problema es que no se ve una mejora en la inversión social y política” expresó un joven líder social del Catatumbo.
Sobre las acciones en medio de la coyuntura actual menciona que las entidades no han dispuesto realmente medidas que protejan a las víctimas, sino que a lo largo de la historia siguen siendo parte de la repetición de delitos hacia ellos, por el silencio que se vuelve cómplice.
“La falta de implementación efectiva de los acuerdos de paz también juega un rol muy importante” dijo.
No es la primera vez que el Catatumbo se enfrenta a una espiral de violencia como la que atraviesa hoy. Esta historia repetida alimenta un sentimiento de desesperanza, poniendo en duda la posibilidad de un retorno y las garantías para quienes han tenido que huir. Ya casi se completan tres meses desde la declaratoria del estado de Conmoción Interior y muchos se preguntan si, esta vez, todo está consumado para la región.
Séptima palabra
‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’
A pesar de la pesada cruz que cargan hoy los habitantes del Catatumbo, como si de un castigo se tratara, su valor y su entereza se mantienen intactos.
Muchos lo han perdido todo, han tenido que despedir a sus seres queridos, llegar a una tierra que no es la suya, adaptarse, seguir sin mirar atrás o quedarse en el territorio y aguantar, pero aun así, abrigan su fe en la esperanza de que algo mejor vendrá.
“Quiero verte libre y en paz, mi Catatumbo”, dice en un sentido clamor uno de los habitantes de esta región nortesantandereana, quien, como Jesús, en sus manos encomienda su espíritu y el de los miles de coterráneos suyos que hoy sufren la crudeza de la violencia, pero esperan que promesas como la del anunciado Pacto Catatumbo, por fin, sean una realidad.
Sin duda, los catatumberos tienen algo en común: la confianza de que un mejor futuro pueda estar frente a ellos. Uno en el que no tengan que estar a la deriva de la guerra reciclada que hoy se libra en sus municipios.
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Y es que esta región, históricamente golpeada por el conflicto, ha cargado durante años la cruz del desplazamiento, los asesinatos, los confinamientos, las minas antipersonal, el reclutamiento forzado y la desaparición. A pesar de todo eso, sus habitantes siguen en pie. Aunque el Estado los ignore, ellos no dejan de alzar la voz ni de anhelar un país en paz.
Como en el camino al Gólgota, el Catatumbo ha visto morir a sus hijos, ha enterrado a sus líderes, ha despedido a sus jóvenes reclutados, ha llorado a sus campesinos y, a pesar de todo, sigue caminando.
Hoy, con la misma entrega con la que Cristo confió su espíritu, los catatumberos encomiendan el suyo al país entero, pero también al Gobierno. No lo hacen desde la resignación, sino desde la convicción de que aún hay tiempo para reparar, para escuchar, para proteger.
Porque hay territorios en Colombia que no necesitan más promesas, sino acciones. No esperan milagros, exigen justicia. No rezan por compasión, luchan por dignidad. Y aún con el peso de su cruz, creen que otra historia es posible.
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