

No es democracia, señor presidente.
El 11 de junio de 2025, Colombia cruzó una línea que pone a prueba el andamiaje de su institucionalidad. El presidente Gustavo Petro firmó un decreto para convocar una Consulta Popular el próximo 7 de agosto, con 12 preguntas relacionadas con las reformas laboral y a la salud. Lo hizo luego de que el Senado —órgano legítimamente representativo— negara ese mismo mecanismo con 49 votos en contra.
El decreto, según el propio Gobierno, había sido firmado por todos los ministros días antes.
El presidente se está saltando el control del Congreso; está forzando un mecanismo que la Constitución reserva para otros contextos; y lo está haciendo, además, en un clima crecientemente polarizado.
En La Opinión hemos sido deliberadamente cautos. Nuestra línea editorial ha evitado —y seguirá evitando— contribuir al ruido, al enfrentamiento visceral, al odio entre los pueblos, a la exaltación de extremos. Pero lo ocurrido en estos días no puede leerse como una disputa entre izquierda y derecha ni como una batalla ideológica. Se trata de algo más profundo y más delicado: la democracia misma.
Los pesos y contrapesos del Estado existen para evitar que la voluntad de una sola persona, por legítima que sea su elección, pueda imponerse sin debate, sin balance, sin contraparte. Cuando el Senado rechaza un mecanismo como la consulta popular, y el Ejecutivo responde con un decreto que lo impone por vía directa, no estamos frente a una acción progresista ni conservadora: estamos frente a una ruptura institucional.
No es democracia cuando el Ejecutivo se impone por encima del Legislativo.
No es democracia cuando se desconoce el fallo de una rama del poder público.
No es democracia cuando se disuelven los límites y se agita la calle con propósitos de legitimación política.
Y no es democracia, sobre todo, cuando los discursos se tornan tan confrontacionales, que lo impensable se vuelve posible. Hoy un líder joven, con ideas firmes pero con respeto por la ley, lucha por su vida tras un atentado. Las investigaciones dirán quién y por qué. Pero el contexto ya lo sabemos: un país al borde del colapso del respeto institucional, del lenguaje político, del diálogo.
Defender la democracia no es tomar partido por uno u otro sector. Es tomar partido por el equilibrio, por las formas, por la Constitución. Y este diario, que nació y ha crecido como testigo del acontecer del país, tiene el deber de decirlo con claridad: el camino que estamos tomando no es sostenible. No lleva a reformas, sino a rupturas. No conduce al pueblo, sino al abismo.
La democracia no se defiende con armas ni con consignas, ni con decretos unilaterales. Se defiende con instituciones fuertes, con respeto por la ley, con la capacidad de escuchar al otro, incluso si piensa diferente. Hoy no solo está herido un senador: está herida la credibilidad de nuestro sistema democrático.
Es hora de parar. De volver a la sensatez.
Es tiempo de que el poder se ejerza con límites.
Es tiempo de recordar que ningún gobierno es eterno, pero las instituciones sí pueden serlo —si las cuidamos.
Porque esto, señor presidente, no es democracia.
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