
Hace un mes murió José “Pepe” Mujica y, aunque su partida era previsible su voz sigue retumbando con una claridad que pocos líderes alcanzan en vida. En tiempos de políticos pusilánimes, él hablaba distinto, como quien ya no necesita probar nada y, tras haberlo visto casi todo, solo quiere recordarnos lo esencial: la vida se escapa.
Lo comprobé la primera vez que lo escuché, durante un homenaje de UNASUR. Mientras los jefes de Estado desfilaban con elogios solemnes, Mujica tomó el micrófono, dibujó una sonrisa pícara y desarmó la pompa del acto: “Me chupo el dedo con estos homenajes. De acá salgo siendo el mismo viejo, lleno de reumatismo”. Las carcajadas fueron inmediatas. Después, subió la voz y cambió el tono: “Lo que tiene sentido es hablarle a la gente joven, decirles que derrotados son quienes dejan de luchar, y dejar de luchar es dejar de soñar”. Aquella frase se me quedó grabada y, desde entonces, vuelve como un eco cada vez que el cinismo se disfraza de lucidez o el compromiso parece ingenuo. Criticar es fácil ,decía, lo difícil es comprometerse: comprometer el tiempo, el cuerpo y los afectos en algo que quizá no veamos coronado, pero que vale la pena porque dignifica.
A Mujica nunca le interesó encandilar a los poderosos; hablaba para los jóvenes, para los descartados, para quienes cargan la incertidumbre del mundo. Solía decir que prefería sentarse en el suelo con estudiantes o compartir un mate con campesinos antes que perderse en pasillos alfombrados de burocracia. No era condescendencia, sino respeto: intuía que la inconformidad y la apertura de los jóvenes son el combustible imprescindible para renovar las utopías. Les advertía, sin maquillaje, que el mercado intentará venderles todo —amor, éxito, identidad, placer—, y que la verdadera vida no está en lo que se compra, sino en lo que se construye con otros.
Por eso insistía en el tiempo como un bien escaso. El capitalismo, repetía, no solo codicia nuestro cuerpo como fuerza de trabajo; también desea nuestro anhelo, nuestro miedo y nuestra fe. Dejarse robar los sueños es otra forma de muerte.
Su coherencia le daba autoridad. Pasó doce años preso por guerrillero, vivió en una chacra austera y donó el noventa por ciento de su salario cuando llegó a ser presidente. Vivió con sobriedad, practicando aquello que predicaba; así podía sostener, sin elevar la voz, que la política es una forma de decencia cotidiana.
Mujica supo releer nuestra herencia colonial y despojarse del pensamiento colonizado que aún pesa sobre América Latina. Para él, haber llegado “tarde y de atrás” a la modernidad no era sinónimo de subdesarrollo, sino una ventaja histórica: la posibilidad de trazar un camino propio, libre de las lógicas de explotación y sometimiento que nos han encasillado durante siglos. Desde esa reinterpretación emergía un horizonte emancipador: el de convertirnos en un reservorio de lo mejor de la civilización, una tierra donde la dignidad humana se eleve como valor guía. Nuestra herencia múltiple europea, árabe, africana e indígena nos ha dotado de una riqueza cultural singular, capaz no solo de resistir, sino de ofrecer al mundo un modelo alternativo de convivencia que aun falta materializar.
Recordar al Pepe incomoda a muchos porque su mensaje no suaviza las propias contradicciones de la izquierda y la derecha: obliga a preguntarnos en qué gastamos nuestro tiempo, si habitamos la vida o apenas la sobrevivimos, si somos capaces de comprometernos con algo o usamos nuestra inteligencia como excusa para no actuar.
La vida se te escapa: dale contenido a tu vida y no permitas que te la negocien.
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion .