
En tiempos donde todo se documenta y se publica, los recuerdos corren el riesgo de quedarse atrapados en el olvido digital. Tal vez ha llegado la hora de volver al álbum familiar, al objeto tangible que guarda nuestra memoria afectiva.
La Real Academia Española define el recuerdo como la memoria que se tiene de algo pasado o el aviso que se da de ello. Una definición sencilla, pero profundamente reveladora, en una época donde la memoria parece estar cada vez más externalizada y fragmentada.
En El Principito, Antoine de Saint-Exupéry escribió: "Todas las personas mayores fueron al principio niños, aunque pocas de ellas lo recuerdan." Una frase que resuena con fuerza hoy, cuando el olvido de lo esencial amenaza con volverse costumbre.
Vivimos un tiempo paradójico: nunca antes habíamos contado con tantos dispositivos para registrar nuestra vida cotidiana —desde lo que comemos hasta con quién nos encontramos—, y, sin embargo, parece que cada vez recordamos menos. Las imágenes que capturamos ya no están hechas para nosotros, sino para una audiencia específica. Se publican en redes sociales, se editan, se filtran y muchas veces obedecen más a un propósito de validación que al deseo genuino de preservar una memoria.
Almacenamos miles de fotografías en la “nube”, en discos duros o memorias digitales. Congelamos instantes en esos grandes refrigeradores virtuales que rara vez abrimos, pero que seguimos llenando de forma compulsiva. Y el día en que perdemos el celular o se nos olvida la contraseña, el pánico no proviene solo de la pérdida del aparato, sino de la sensación de haber borrado —de un plumazo— la historia personal y familiar que allí reposaba.
Recuerdo que, cuando era niña, mi padre solía filmar las reuniones familiares con una cámara Super 8. Luego vinieron los casetes Betamax, los discos compactos y las memorias USB. Hoy, todo ese material existe, pero acceder a él es una odisea técnica. En contraste, los viejos álbumes familiares siguen ahí, al alcance de la mano, con el poder intacto de transportarnos en el tiempo: nos devuelven escenas de nuestros antepasados, de nuestros padres, hermanos, compañeros de colegio, amigos, celebraciones, derrotas y triunfos. En sus páginas reviven, sin filtros ni algoritmos, las emociones más auténticas.
Por eso, en esta era de avances tecnológicos deslumbrantes, quizás sea momento de volver a lo básico, imprimir las fotos en papel ecológico, armar álbumes, compartirlos en familia, pasarlos de casa en casa, de generación en generación. De hacer del recuerdo un acto tangible y no solo un archivo digital.
Porque no podemos permitirnos olvidar que, alguna vez, también fuimos niños.
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