
La confusión reina hoy en el país. Vivimos sumidos en una incapacidad colectiva para mirar con calma, donde estamos parados, como sociedad. Urge que identifiquemos y acordemos unos puntos básicos que podamos compartir, por encima de las diferencias naturales en una sociedad diversa como la nuestra. Si no logramos ese acuerdo (“sobre lo fundamental”, como insistía Mockus), seguiremos en el lodazal, hundiéndonos en medio de discusiones, odios y ofensas, alejándonos cada día más de la salida de este despelote.
El atentado a Miguel Uribe, es un campanazo de lo que nos puede venir; en nuestra sociedad la violencia subyace, activándose en ocasiones. Es una violencia que, con características e intensidades variables, nos ha acompañado a lo largo de nuestra historia republicana, seguida de intentos fallidos o insuficientes para cerrar las brechas, generadoras o alimentadoras de esa violencia. En circunstancias como la actual, se requiere una voz creíble que, por encima de las diferencias, convoque en torno a una agenda ciudadana y nacional, mínima, básica. En una democracia, esa voz debe ser la del Presidente que, como establece la Constitución, representa a la Nación, así en singular, sin distingos. El Presidente que se coloca por encima de las diferencias partidistas, pues no es, no puede ser un candidato en campaña, sino la cabeza y máximo responsable de gobernar, guardián del interés general de los ciudadanos, y no de un grupo de ellos.
Colombia y el mundo viven momentos difíciles de cambios de la geopolítica y de la economía mundial, ante los cuales el Presidente de la República debe tener y defender posiciones que atañen al interés general del país. Un asunto donde las posiciones y declaraciones del Presidente Petro son igualmente confusas y lamentables; no responden a los intereses nacionales, sino a los odios y amores presidenciales. Su manejo de la política interna, está igualmente marcado por las fobias, rabias o resentimientos presidenciales, de espaldas de un sereno análisis de las necesidades y posibilidades del país. Ejemplo dramático es el Plan de Desarrollo, que se lo pasa por la faja.
Con su “elocuencia cósmica”, habla de lo divino y lo humano, con la mirada puesta en un futuro radiante, imaginado por él. No aporta ni una idea de cómo, concretamente, no verbalmente, sus propuestas, algunas interesantes y que Colombia necesita, se podrían transformar en proyectos concretos, ambiciosos pero realizables. Petro, con su mesianismo delirante, no tiene sentido de equipo ni alma de dirigente y de ejecutor. Es un ser destructivo, cargado de odios; no admite que, salvo en las dictaduras, gobernar es una tarea de equipo, por lo que es tarea central suya, conformar un buen equipo; no en vano se dice que gobernar es nombrar. Sus ministros, como se dice, literalmente, “le valen huevo”. Su discurso, apenas pronunciado, se lo lleva el viento, dejando solo la frustración, desconcierto ciudadano y problemas sin solución y con ello, en vez de facilitar su solución, los agrava y de qué manera.
En medio de la indignación por el atentado a Miguel Uribe y por las cínicas manifestaciones presidenciales, Gustavo Petro está citando, nuevamente, a los partidos para una reunión. Estos han declinado la invitación, porque ya no creen en el Presidente. Por el bien de Colombia, debe dejar inmediatamente de lado unos discursos y planteamientos vacíos de contenido y de propuestas, pero eso sí, cargados de odio, para plantear, concretamente, como en sus meses finales de gobierno, va a enfrentar la crisis nacional. Nada de consultas populares sobre temas que no son críticos. Lo que el país le exige es ponerle el pecho a la brisa, con propuestas concretas que generen un acuerdo para sacarlas delante de inmediato. Desconfío de sus intenciones; me temo que no lo haga y el palo no está para cucharas, como dice la sabiduría popular. El tiempo se le acaba.
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