El 26 de julio de 1945 el mundo quedó estupefacto cuando Winston Churchill, uno de los héroes de la segunda guerra mundial, terminada dos meses antes con la firma en Europa de la rendición incondicional de Alemania, perdió las elecciones como primer ministro. Nadie entendía que hubiera ganado un común Clement Attlee; pasado el golpe y con cabeza fría se concluyó que el pueblo quería un hombre para reconstruir el país que les hablara de servicios públicos, reconstrucción, salud y demás servicios. No querían un héroe, sino uno como ellos. En 1951 Churchill volvió a ser elegido primer ministro y efectivamente su período fue gris, pidiéndose en varias ocasiones su dimisión, la cual se dio en 1955.
El encabezado de esta columna me trajó a la memoria el caso Churchill, y es la pregunta más repetida después de la llegada de Donald Trump a la presidencia de la república, juntándolo a lo sucedido en el brexit y con la victoria del no en el plebiscito. Aunque los tres casos son distintos, los tres muestran una falla estructural en lo social. La visión “izquierdista” (mamerta, como la llamo yo), atribuye ello a una falla del sistema democrático que permite que la derecha, mintiendo, logre cambiar el “buen camino” que llevaban los países. Y han llegado a insinuar, como lo hizo el diario El País de España, que los pueblos son manejados como borregos y por eso se comportan como “estúpidos”, que lo mejor sería no apelar más a elecciones y que unos líderes iluminados nos lleven por el camino de lo “bueno”, encarnando nobles ideales.
Otros, que somos afectos a la democracia liberal y no aceptamos “iluminatti”, sino que exigimos institucionalidad, controles, marco legal y estado al servicio del ciudadano, tenemos otro diagnóstico. El caso del brexit radica en la crisis de la zona euro, creado más como elemento de paz en Europa que como una unidad política real. La nueva realidad del fin del estado de bienestar europeo por el envejecimiento poblacional y el querer aferrarse a un pasado glorioso a medida que su papel mundial decrece, explican muchos errores del brexit. El caso Trump y el del no son parecidos en su mecanismo y efecto, no así en sus raíces. Un triunfalismo por contar con el poder del gobierno y los grandes poderes, liderados por una prensa que abandono su papel de cuarto poder por el de propagandista del régimen, cayó de manera inesperada ante un pueblo que “no parece saber que está bien”.
En las raíces del terremoto Trump está un voto castigo al gobierno “progresista” (así lo vende la prensa) de Barack Obama. Estados Unidos se estaba latinoamericanizando con líderes promeseros que no cumplen. Obama no cumplió con regular adecuadamente a Wall Street, culpable de la crisis económica que Estados Unidos de la cual aún no ha salido, sino que más bien los apoyó. No corrigió el régimen, se hizo parte de él. Prometió cerrar Guantanamo, la cárcel de torturas y no lo hizo. Prometió sacar las tropas de Irak y Afganistan y sus medidas tibias e incumplimiento solo permitieron el fortalecimiento del estado islámico. Prometió pasar las leyes migratorias y no lo hizo en los primeros dos años cuando el senado era demócrata y lo dejó para un congreso republicano. Pero además ha sido el presidente de los últimos nueve que más inmigrantes ha expulsado: 2,5 millones. Eso sí, triplicó la deuda y creció la burocracia, mientras la infraestructura, que los gringos saben es la base de la competitividad, se deterioraba.
Pensaba que se podían pedir más impuestos para eso. Y para completar mostró un apoyo, o al menos una indiferencia, con los gobiernos de países netos exportadores de gente por su ruptura con la democracia liberal y la corrupción rampante. La última Venezuela. Se le ocurrió revivir el dinosaurio en vía de extinción de Cuba en un momento que se le acababa la gasolina chavista sin importarle lo que dijeran los cubanos y venezolanos exiliados. Vieron al secretario de estado reunirse con los secuestradores de norteamericanos y traficantes mayores en el sagrado nombre de la paz santista, no decir nada de la crisis venezolana y apoyar entusiásticamente la entrega de la dignidad colombiana a las farc. Y se preguntan porque se perdió la Florida. Hoy los medios muestran a los estudiantes protestando por la elección de Trump, como hace un mes lo hacía la prensa colombiana con los nuestros, para poder hablar del daño a la democracia. Los pueblos se maman de ese mamertismo y si los interpreta alguien no muy ortodoxo es culpa de regímenes “progresistas”, que dejan intactas las estructuras de poder que los tienen en crisis económica permanente. Hillary era más de lo mismo para los votantes gringos.
Los pueblos están pidiendo reorientación: menos discurso mamerto y más promesas cumplidas. Quieren más país y menos gobierno, más soluciones innovadoras y no apelación a lo extinto, más democracia y no menos como quieren los “progresistas” (no solo los del tristemente célebre Petro), más empleo consistente y no crecimiento de la burocracia estatal, más manejo racional del ambiente y menos fundamentalistas, que como todo fanático, no le importa la causa sino el extremismo. Ojalá Trump sea más un Reagan que un Hitler, aunque lo que es cierto es que el sistema gringo no pierde los controles que ubican al presidente como un funcionario y no un príncipe, como por estos lares. Lo que está pasando es que estamos en un nuevo período histórico que se quiere manejar con soluciones viejas y caducas, que hoy se vuelven a llamar “progresistas”.